21 de septiembre de 2015

ROSAS DE LA INFANCIA

AUTOR: RAQUEL CASTRO

Una vez, en mi cumpleaños, me regalaron un zombi. Era la cosa más mona: gruñosito, apestosito, asesinito. Lindísimo. No podía esperar a regresar a clases para llevarlo a la escuela (todos los niños llevan sus juguetes luego de Reyes o luego de su cumpleaños, para presumirlo a sus amiguitos. Mis desgracias eran dos: la primera, que mi cumpleaños caía -y sigue cayendo- a mitad de las vacaciones de verano -aunque ahora no tengo vacaciones de verano- y la segunda, que yo no tenía amiguitos).
El primer día de clases lo llevé, escondido, por supuesto. Es muy difícil esconder a un zombi, porque no cabe en la mochila, y porque hay que tener cuidado de que no te muerda a ti, su dueño (a diferencia de los perros, los zombis sí muerden la mano que les da de comer). Pero me las ingenié y lo disfracé de compañerito nuevo. Un poco crecido, un poco oloroso, pero peores cosas se llegaban a ver en mi escuela.
Nadie se dio cuenta de que ese día se comió a Juanito, el niño que siempre me jalaba el cabello, porque senté a Zambi (así se llamaba, en honor, por supuesto, a cierto venadito de moda en ese entonces) en el lugar de junto a mí. La maestra vio todos los asientos ocupados y ni siquiera se fijó en el niño grandote y medio verdoso que devoraba un pedazo de pierna en la fila del fondo.
El segundo día de clases le tocó turno a Lucila, una niña que siempre me hacía gestos. Ella sacaba la lengua y hacía bizco y, de pronto, lo que sacó fue el ojo. O más bien, se lo sacó Zambi, de un mordisco.
Pero como estábamos jugando con plastilina, nadie puso atención. Así era mi escuela.

La maestra supuso que habían cambiado de grupo a Lucila. Eso pasaba mucho en los primeros días de clases. Y como las secretarias se llevaban las cosas con mucha calma, normalmente entregaban las listas de asistencia hasta entrado noviembre. Así que Zambi no tuvo ningún problema.
Luego faltaron el mismo día tres niños más. “Juraría que los vi en el patio en la mañana”, dijo Miss Tere, mi maestra (me gustaba su nombre: sonaba a “misterio”), pero nada más suspiró y siguió leyendo su novela condensada editada por Reader’s Digest. Mientras, Zambi se daba el atracón de su vida (o bueno, de su no-vida) en el tanque de arena del jardín.

Cuando sólo quedaban siete u ocho niños, la maestra se preocupó en serio: ¿habría una nueva epidemia de varicela? O peor todavía, ¿de sarampión? (Miss Tere nunca había tenido sarampión, y le daba mucho miedo). Así que nos preguntó si nos sentíamos bien. Mis compañeritos asintieron con la cabeza, pálidos, nerviosos, aterrados por mi amenza: el que vaya de chismoso se las ve con Zambi. Yo asentí también, aunque estaba sonrosadita, ojo brillante y sonriente.
Lo malo es que Zambi no asintió. Y la maestra se dio cuenta de su color entre cerúleo y apistachado, de su mirada perdida y, en general, de su apariencia de malestar. Así que la maestra sospechó algo peor que el sarampión: hepatitis. Y valientemente, salió corriendo por la enfermera.
Qué lástima que la señorita Julia, la enfermera, intentara verle la lengua a Zambi. Podría dulcificar la historia diciendo que, simplemente, no pudo volver a escribir con la derecha, pero la verdad es que no sólo perdió la mano, en paz descanse.
Y qué lástima que Miss Tere se puso como loca. Pegaba de alaridos y parecía que se iba a desmayar. Zambi se aburrió del performance y la mordió, pero nomás tantito.
Cuando la directora se dio cuenta de que mi grupo no había salido al recreo, se preocupó (tenía el antecedente de varios padres que habían llamado, angustiados, porque sus hijos no habían regresado a casa; ella les dijo que la juventud, cada vez más rebelde, es así: “Dele tiempo, señora: verá que anda de reventón. Ya sé que tiene cinco años, pero le digo, cada vez empiezan más temprano con el sexo y las drogas”, dicen que dijo). Incluso pensó en desbaratar el grupo y mezclarnos con los otros terceros de kinder, pero, mientras, fue a buscarnos. Se imaginaba que nos encontraría borrachos o durmiendo la mona, qué se yo.
Ella sí se dio cuenta luego luego de que Zambi no estaba inscrito: llevaba casi un mes de polizón, sin pagar colegiatura. ¡Inconcebible! Quiso regañar a Miss Tere, pero ella respondió arrancándole un poquito de intestino y luego otro cachito más y otro, hasta que se la comió completa. Creo que a Miss Tere no le gusta que la regañen.

El resto del año fue muy tranquilo. Los otros niños del salón me daban sus lonches, y jugaban conmigo a lo que yo quería, tantito por miedo a Zambi y a Miss Tere, pero también porque aprendieron a quererme. Después de todo, ya desde entonces era yo una linda persona, y hasta les dejaba escoger a qué niño o niña de los otros grupos se comerían Zambi y Miss Tere al día siguiente.
Pero todo lo bueno se termina: cierta mañana, ya casi a fin de cursos, mi mamá se dio cuenta de que me llevaba a Miss Tere y a Zambi a la escuela, y se enojó mucho: “qué mala escuela donde dejan que los niños lleven sus juguetes”, dijo. Y me obligó a dejarlos en casa.

Pensé que el primero de primaria iba a ser realmente aburrido, aún cuando podía seguir jugando con Zambi y con Miss Tere después de clases, pero me equivoqué: en mi siguiente cumpleaños me regalaron un poltergeist.



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13 de octubre de 2014

INTRUSA

ANÓNIMO 

Háblame, mírame… estoy aquí para ti, ella no te entiende como lo haré yo. Si me prestas atención verás que soy más alegre que las canciones que te podrá susurrar al oído, soy más linda cuando me arregló para ti que cuando ella se llena de colores de fantasía. Caminar conmigo es mayor aventura que las que te puede ofrecer ella en vídeo. Amor, ven conmigo, deja a esa intrusa que llegó para separarnos, te prometo que no te arrepentirás. Porque solo te diré esto una vez, soy mejor que cualquier tablet que puedas comprar.

Firma: tú esposa. 



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11 de octubre de 2014

LA PATA DE MONO

W.W. Jacobs

I

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

  -Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

  -Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

  -No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

  -Mate -contestó el hijo.

  -Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

  -No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.

  El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

  -Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

  Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

  -El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

  Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

  -Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

  -No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.

  -Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.

  -Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

  -Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

  -Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.

  -¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.

  -Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.

  Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

  -A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

  La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

  -¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

  -Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

  Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

  -Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.

  El sargento lo miró con tolerancia.

  -Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.

  -¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.

  -Se cumplieron -dijo el sargento.

  -¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.

  -Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

  Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

  -Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?

  El sargento sacudió la cabeza:

  -Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

  -Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?

  -No sé -contestó el otro-. No sé.

  Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

  -Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.

  -Si usted no la quiere, Morris, démela.

  -No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

  El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

  -¿Cómo se hace?

  -Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

  -Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

  El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

  -Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.

  El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

  -Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.

  -¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

  -Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

  -Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

  El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

  -No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

  -Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.

  El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

  -Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.

  Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

  -Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.

  -Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.

  -Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

  Sacudió la cabeza.

  -No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

  Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

  -Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

  Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.


II

  A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

  -Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

  -Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.

  -Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.

  -Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

  La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

  Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

  -Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.

  -Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

  -Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.

  -Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?

  Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

  Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

  Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

  -Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.

  La señora White tuvo un sobresalto.

  -¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

  Su marido se interpuso.

  -Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

  Y lo miró patéticamente.

  -Lo siento... -empezó el otro.

  -¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.

  El hombre asintió.

  -Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.

  -Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.

  Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

  -Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.

  -Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.

  Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

  -Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.

  El otro se levantó y se acercó a la ventana.

  -La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

  No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

  -Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

  El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

  -Doscientas libras -fue la respuesta.

  Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.


III

  En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

  Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

  Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

  El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

  -Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.

  -Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.

  Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

  -La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.

  El señor White se incorporó alarmado.

  -¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

  Ella se acercó:

  -La quiero. ¿No la has destruido?

  -Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?

  Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

  -Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

  -¿Pensaste en qué? -preguntó.

  -En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.

  -¿No fue bastante?

  -No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

  El hombre se sentó en la cama, temblando.

  -Dios mío, estás loca.

  -Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!

  El hombre encendió la vela.

  -Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

  -Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

  -Fue una coincidencia.

  -Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.

  El marido se volvió y la miró:

  -Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...

  -¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?

  El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

  El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

  Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

  Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

  -¡Pídelo! -gritó con violencia.

  -Es absurdo y perverso -balbuceó.

  -Pídelo -repitió la mujer.

  El hombre levantó la mano:

  -Deseo que mi hijo viva de nuevo.

  El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

  Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

  No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

  Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

  Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

  -¿Qué es eso? -gritó la mujer.

  -Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

  La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

  -¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

  -¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

  -¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

  -Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

  -¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

  Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

  -La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.

  Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

  -Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...

  Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

  Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.


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9 de octubre de 2014

PATRICK MODIANO, NOBEL DE LITERATURA 2014

Por: Arian Galeer y Gustavo bravo 


  El escritor y guionista de origen francés Patrick Modiano fue nombrado Hoy —jueves 9 de octubre— premio Nobel de Literatura 2014. 

  La Academia Sueca en Estocolmo otorgó el galardón a Modiano “por el arte de la memoria con el que ha evocado los destinos humanos más inasibles y descubierto el mundo de la ocupación”

  La obra del escritor se caracteriza por ser autobiográfica y estar relacionada con los acontecimientos de la II Guerra Mundial. Su estilo es directo, con prosa ajustada e impregnada de un aire melancólico, con una narrativa arriesgada, divertida, brillante, digna de todos los premios que ostenta.

  El reciente Nobel debutó con la novela “El Lugar de la Estrella” publicada en 1968, acreedora del premio Rogier Miner, en la cual narra la invasión a Francia por parte de los nazis y, que a su vez, inaugura la denominada “Trilogía de la ocupación”. 
  
  Entre sus obras más notables se encuentran:

Los bulevares periféricos (1972). 

Villa triste (1975) 

El libro de la familia (1977) 

Joyita (2001) 

La calle de las tiendas oscuras (1978). 

Un pedigrí (2004). 

Hierba de la noche (2014). 


  También ha obtenido el premio Goncourt, Libreros, premio Mundial de la Fundación Simone Cino del Duca, Paul-Morand, por mencionar algunos. 


  Hoy, quien en 1962, abandonara la universidad, dedicándose a la venta de libros robados para vivir y ofrecer todo su tiempo a la escritura, se ve recompensado con el Premio Nobel de Literatura.
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4 de octubre de 2014

LA MULTITUD

Ray Bradbury

El señor Spallner se llevó las manos a la cara.

Hubo una impresión de movimiento en el aire, un grito delicadamente torturado, el impacto y el vuelco del automóvil, contra una pared, a través de una pared, hacia arriba y hacia abajo como un juguete, y el señor Spallner fue arrojado afuera. Luego . . . silencio.

       La multitud llegó corriendo. Débilmente, tendido en la calle, el señor Spallner los oyó correr. Hubiera podido decir que edad tenían y de que tamaño eran todos ellos, oyendo aquellos pies numerosos que pisaban la hierba de verano y luego las aceras cuadriculadas y el pavimento de la calle, trastabillando entre los ladrillos desparramados donde el auto colgaba a medias apuntando al cielo de la noche, con las ruedas hacia arriba girando aún en un insensato movimiento centrífugo.

        No sabía en cambio de dónde salía aquella multitud. Miró y las caras de la multitud se agruparon sobre él, colgando allá arriba como las hojas anchas y brillantes de unos árboles inclinados. Era un anillo apretado, móvil, cambiante de rostros que miraban hacia abajo, leyéndole en la cara el tiempo de vida o muerte, transformándole la cara en un reloj de luna, donde la luz de la luna arrojaba la sombra de la nariz sobre la mejilla, señalando el tiempo de respirar o de no respirar ya nunca más.

        Qué rápidamente se reúne una multitud, como un iris que se cierra de pronto en el ojo, pensó Spallner.

        Una sirena. La voz de un policía. Un movimiento. De la boca del señor Spallner cayeron unas gotas de sangre;  lo metieron en  una ambulancia. Alguien dijo — ¿Esta muerto? — Y algún otro dijo: —No, no está muerto.

        Y el señor Spallner vio más allá en la noche, los rostros de la multitud y supo mirando esos rostros que no iba a morir. Y esto era raro. Vio la cara de un hombre, delgada, brillante, pálida; el hombre tragó saliva y se mordió los labios. Había una mujer menuda también, de cabello rojo y de mejillas y labios muy pintarrajeados. Y un niño de cara pecosa. Caras de otros. Un anciano de boca arrugada; una vieja con una verruga en el mentón. Todos habían venido… ¿de dónde? Casas, coches, callejones, del mundo inmediato sacudido por el accidente. De las calles laterales y los hoteles y de los autos, y aparentemente de la nada.

        La gente miró al señor Spallner y él miró y no le gustaron. Había algo allí que no estaba bien, de ningún modo. No alcanzaba a entenderlo. Esa gente era mucho peor que el accidente mecánico.

        Las puertas de la ambulancia se cerraron de golpe. El señor Spallner podía ver los rostros de la gente, que espiaba y espiaba por las ventanillas. Esa multitud que llegaba siempre tan pronto, con una rapidez inexplicable, a formar un círculo, a fisgonear, a sondear, a clavar estúpidamente los ojos, a preguntar, a señalar, a perturbar, a estropear la intimidad de un hombre en agonía con una curiosidad desenfadada.

            La ambulancia partió. El señor Spallner se dejó caer en la camilla y las caras le miraban todavía la cara, aunque tuviera cerrados los ojos.

          Las ruedas del coche le giraron en la mente días y días. Una rueda, cuatro ruedas, que giraban y giraban chirriando, dando vueltas y vueltas. El señor Spallner sabía que algo no estaba bien. Algo acerca de las ruedas y el accidente mismo y el ruido de los pies y la curiosidad. Los rostros de la multitud se confundían y giraban en la rotación alocada de las ruedas.
            Se despertó.

           La luz del sol, un cuarto de hospital, una mano que le tomaba el pulso.

           —¿Cómo se siente? —le preguntó el médico.

           Las ruedas se desvanecieron. El señor Spallner miró alrededor.

           —Bien, creo.

           Trató de encontrar las palabras adecuadas. Acerca del accidente.

           —¿Doctor?

           —¿Si?

           —Esa multitud. . . ¿Ocurrió anoche?

         —Hace dos noches. Está usted aquí desde el jueves. Todo marcha bien, sin embargo. Ha reaccionado usted. No trate de levantarse.

       —Esa multitud. Algo pasó también con las ruedas. Los accidentes. . . bueno, ¿traen desvaríos?

           —A veces.

           El señor Spallner se quedó mirando al doctor.

           —¿Le alteran a uno el sentido del tiempo?

           —Sí, el pánico trae a veces esos efectos.

           —¿Hace que un minuto parezca una hora, o que quizá  una hora parezca un minuto?

           —Sí.

           —Permitame explicarle entonces. —El señor Spallner sintió la cama debajo del cuerpo, la luz del sol en la cara. — Pensará  usted que estoy loco. Yo iba demasiado rápido, lo sé. Lo lamento ahora. Salté a la acera y choqué contra la pared. Me hice daño y estaba aturdido, lo sé, pero todavía recuerdo. La multitud sobre todo. —Esperó un momento y luego decidió seguir, pues entendió de pronto por qué se sentía preocupado. —  La multitud llegó demasiado rápidamente. Treinta segundos después del choque estaban todos junto a mí, mirándome. . . No es posible que lleguen tan pronto, y a esas horas de la noche.

         —Le pareció a usted que eran treinta segundos —dijo el doctor—. Quizá  pasaron tres o cuatro minutos. Los sentidos de usted . . .

       —Sí, ya sé, mis sentidos, el choque. ¡Pero yo estaba consciente! Recuerdo algo que lo aclara todo y lo hace divertido. Dios, condenadamente divertido. Las ruedas del coche  allá arriba. ¡Cuando llegó la multitud las ruedas todavía giraban!

           El médico sonrió.

           El hombre de la cama prosiguió diciendo:

        —¡Estoy seguro! Las ruedas giraban giraban rápidamente. Las ruedas delanteras. Las ruedas no giran mucho tiempo, la fricción las para. ¡Y éstas giraban de veras!

          —Se confunde usted.

          —Efectos del shock —dijo el médico alejándose hacia la luz del sol.

        El señor Spallner salió del hospital dos semanas más tarde. Volvió a su casa en un taxi. Habían venido a visitarlo en esas dos semanas que había pasado en cama, boca arriba, y les había contado a todos la historia del accidente y de las ruedas que giraban y la multitud. Todos se habían reído, olvidando en seguida el asunto.

          Se inclinó hacia adelante y golpeó la ventanilla.

          —¿Qué pasa?

          El conductor volvió la cabeza.

      —Lo siento, jefe. Es una ciudad del demonio para el tránsito. Hubo un accidente ahí enfrente. ¿Quiere que demos un rodeo?

         —Sí. No. ¡No! Espere. Siga. Echemos una ojeada.

         El taxi siguió su marcha, tocando la bocina.

       —Maldita cosa —dijo el conductor—. ¡Eh, usted! ¡Sálgase del camino! —Sereno:— Qué raro. . . más de esa condenada gente. Gente alborotadora.

         El señor Spaliner bajó los ojos y se miró los dedos que le temblaban en la rodilla.

         —¿Usted también lo notó?

     —Claro —dijo el conductor—. Todas las veces. Siempre hay una multitud. Como si el muerto fuera la propia madre.

        —Llegan al sitio con una rapidez espantosa —dijo el hombre del asiento de atrás.

      —Lo mismo pasa con los incendios o las explosiones. No hay nadie cerca. Bum, y un montón de gente alrededor. No entiendo.

         —¿Vio alguna vez algún accidente de noche?

         El conductor asintió.

         —Claro. No hay diferencia. Siempre se junta una multitud.

        Llegaron al sitio. Un cadáver yacía en la calle. Era evidentemente un cadáver, aunque no se lo viera. Ahí estaba la multitud. Las gentes que le daban la espalda,mientras él miraba el taxi. Le daban la espalda. El señor Spallner abrió la ventanilla y casi se puso a gritar. Pero no se animó. Si gritaba podían darse vuelta. Y el señor Spallner tenía miedo de verles las caras.

        —Parece como si yo tuviera un imán para los accidentes —dijo luego, en la oficina. Caía la tarde. El amigo del señor Spallner estaba sentado del otro lado del escritorio, escuchando—. Salí del hospital esta mañana y casi en seguida tuvimos que dar un rodeo a causa de un choque.

         —Las cosas ocurren en ciclos —dijo Morgan.

         —Deja que te cuente lo de mi accidente.

         —Ya lo oí. Lo oí todo.

         —Pero fue raro, tienes que admitirlo.

         —Lo admito. Bueno, ¿tomamos una copa?

         Siguieron hablando durante una media hora o más. Mientras hablaban, todo el tiempo, un relojito seguía marchando en la nuca de Spallner, un relojito que nunca necesitaba cuerda. El recuerdo de unas pocas cosas. Ruedas y caras.

         Alrededor de las cinco y media hubo un duro ruido de metal en la calle. Morgan asintió con un movimiento de cabeza, se asomó a la ventana y miró hacia abajo.

           —¿Qué te dije? Cielos. Un camión y un Cadillac color crema. Sí, sí.

          Spallner fue hasta la ventana. Tenía mucho frío, y mientras estaba allí de pie se miró el reloj pulsera, la manecilla diminuta. Uno dos tres cuatro cinco segundos —gente que corría— ocho nueve diez once doce —gente que llegaba corriendo, de todas partes— quince dieciséis diecisiete dieciocho segundos —más gente, más coches, más bocinas ensordecedoras. Curiosamente distante, Spallner observaba la escena como una explosión en retroceso:  los fragmentos de la detonación eran succionados de vuelta al punto de impulsión. Diecinueve, veinte, veintiún segundos, y allí estaba la multitud. Spallner. los señaló con un ademán, mudo.

            La multitud se había reunido tan rápidamente.

            Alcanzó a ver el cuerpo de una mujer antes que la multitud lo devorase.

            —No tienes buena cara —dijo Morgan—. Toma. Termina tu copa.

           —Estoy bien, estoy bien. Déjame solo. Estoy bien. ¿Puedes ver a esa gente? ¿Puedes ver la cara de alguno?

           Me gustaría que los viéramos de más cerca.

           —¿A dónde diablos vas? —gritó Morgan.

      Spallner había salido de la oficina. Morgan corrió detrás, escaleras abajo, precipitadamente.

           —Vamos, y rápido.

           —Tranquilízate, ¡no estás bien todavía!

        Salieron a la calle. Spallner se abrió paso entre la gente. Le pareció ver a una mujer pelirroja con las mejillas y los labios muy pintarrajeados.

            —¡Ahí! —Se volvió rápidamente hacia Morgan.— ¿La viste?
            —¿A quién?

            —Maldición, desapareció. Se perdió entre la gente.

       La multitud ocupaba todo el sitio, respirando y mirando y arrastrando los pies y moviéndose y murmurando y cerrando el paso cuando el señor Spallner trataba de acercarse. Era evidente que la pelirroja lo había visto y había huido.

          Vio de pronto otra cara familiar. Un niño pecoso.  Pero hay tantos niños pecosos en el mundo. Y, de todos modos, no le sirvió de nada, pues antes que el señor Spallner llegara allí el niño pecoso corrió y desapareció entre la gente.

             —¿Está  muerta? —preguntó una voz—. ¿Está muerta?

            —Está muriéndose —replicó alguien—. Morir  antes que llegue la ambulancia. No tenían que haberla movido. No tenían que haberla movido.

        Todas las caras de la multitud, conocidas y sin embargo desconocidas, se inclinaban mirando hacia abajo, hacia abajo.

            —Eh, señor, no empuje.

            —¿A dónde pretende ir, compañero?

            Spallner retrocedió, y sintió que se caía. Morgan lo sostuvo.
          —Tonto rematado. Todavía estás enfermo. ¿Para qué diablos has tenido que venir aquí?

           —No sé, realmente no lo sé. La movieron, Morgan, alguien movió a la mujer. Nunca hay que mover a un accidentado en la calle. Los mata. Los mata.

           —Sí. La gente es así. Idiotas.

           Spallner ordenó los recortes de periódicos.
           Morgan los miró.

          —¿De qué se trata? Parece como si todos los accidentes de tránsito fueran ahora parte de tu vida. ¿Qué son estas cosas?

        —Recortes de noticias de choques de autos. y fotos. Míralas. No, no los coches —dijo Spallner—. La gente que está alrededor de los coches.  —Señaló.—  Mira.

          Compara esta foto de un accidente en el distrito de Wilshire con esta de Westwood. No hay ningún parecido. Pero toma ahora esta foto de Westwood y ponla junto a esta otra también del distrito de Westwood de hace diez años. —Mostró otra vez con el dedo.— Esta mujer está en las dos fotografías.

            —Una coincidencia. Ocurrió que la mujer estaba allí en 1936 y luego en 1946.

        —Coincidencia una vez, quizá. Pero doce veces en un período de diez años, en sitios separados por distancias de hasta cinco kilómetros, no. —El señor Spallner extendió sobre la mesa una docena de fotografías.— ¡Está en todas!

            —Quizá  es una perversa.

         —Es más que eso. ¿Cómo consigue estar ahí tan pronto luego de cada accidente? ¿Y cómo está vestida siempre del mismo modo en fotografías tomadas en un período de diez años?

            —Que me condenen si lo sé.

            —Y por último, ¿por qué estaba junto a mí la noche del accidente, hace dos semanas?

            Se sirvieron otra copa. Morgan fue hasta los archivos.

           —¿Qué has hecho? ¿Comprar un servicio de recortes de periódicos mientras estabas en el hospital? —Spallner asintió. Morgan tomó un sorbo. Estaba haciéndose tarde. En la calle, bajo la oficina, se encendían las luces.— ¿A qué lleva todo esto?

        —No lo sé —dijo Spallner; excepto que hay una ley universal para los accidentes. Se juntan multitudes. Siempre se juntan. Y como tú y como yo, todos se han preguntado año tras año cómo se juntan tan rápidamente, y por qué. Conozco la respuesta. Aquí está.

           —Dejó caer los recortes.— Me asusta.

           —Esa gente . . . ¿no podrían ser buscadores de sensaciones escalofriantes, ávidos perversos a quienes complace la sangre y la enfermedad?

           Spallner se encogió de hombros.

          —¿Explica  eso  que  se  los  encuentre  en  todos  los accidentes? Notas que se limitan a ciertos territorios.

         Un accidente en Brentwood atraer  a un grupo. Uno Huntington Park a otro. Pero hay una norma para las caras, un cierto porcentaje que aparece en todas las ocasiones.

           —No son siempre las mismas caras, ¿no es cierto? —dijo Morgan.
         —Claro que no. Los accidentes también atraen a gente normal, en el curso del tiempo. Pero he descubierto que estas son siempre las primeras.

          —¿Quienes son? ¿Qué quieren? Haces insinuaciones, pero no lo dices todo. Señor, debes de tener alguna idea. Te has asustado a ti mismo y ahora me tienes a mi en ascuas.

         —He tratado de acercarme a ellos, pero alguien me detiene y siempre llego demasiado tarde. Se meten entre la gente y desaparecen. Como si la multitud tratara de proteger a algunos de sus miembros. Me ven llegar.

           —Como si fueran una especie de asociación.

          —Algo tienen en común. Aparecen siempre juntos. En un incendio o en una explosión o en los avatares de una guerra, o en cualquier demostración pública de eso que llaman muerte. Buitres, hienas o santos. No sé que son, no lo sé de veras. Pero iré a la policía esta noche. Ya ha durado bastante. Uno de ellos movió el cuerpo de esa mujer esta tarde. No debían haberla tocado. Eso la mató.

         Spallner guardó los recortes en una valija de mano. Morgan se incorporó y se deslizó dentro del abrigo. Spallner cerró la valija.

            —O también podría ser. . . Se me acaba de ocurrir.

            —¿Qué?

            —Quizá querían que ella muriese.

            —¿Y por qué?

            —¿Quién sabe. ¿Me acompañas?

           —Lo siento. Es tarde. Te veré mañana. Que tengas suerte. —Salieron juntos.— Dale mis saludos a la policía. ¿Piensas que te creerán?

           —Oh, claro que me creerán. Buenas noches.

           Spallner iba con el coche hacia el centro de la ciudad, lentamente.

           —Quiero llegar —se dijo—, vivo.

        Cuando el camión salió de una  callejuela lateral directamente hacia él, sintió que se le encogía el corazón  pero de algún modo no se sorprendió demasiado.

           Se felicitaba a sí mismo (era realmente un buen observador)  y preparaba las frases que les diría a los policías cuando el camión golpeó el coche.  No era realmente su coche, y en el primer momento esto fue lo que más lo preocupó. Se sintió lanzado de aquí para allá  mientras pensaba, qué vergüenza, Morgan me ha prestado su otro coche unos días mientras me arreglan el mío y aquí estoy otra vez. El parabrisas le martilló la cara. Cayó hacia atrás y hacia adelante en breves sacudidas. Luego cesó todo movimiento y todo ruido y sólo sintió el dolor.

        Oyó los pies de la gente que corría y corría. Alargó la mano hacia el pestillo de la portezuela. La portezuela se abrió y Spallner cayó afuera, mareado, y se quedó allí tendido con la oreja en el asfalto, oyendo cómo llegaban. Eran como una vasta llovizna, de muchas gotas, pesadas y leves y medianas, que tocaban la tierra.

              Esperó unos pocos segundos y oyó cómo se acercaban y llegaban. Luego, débilmente, expectante, ladeó la cabeza y miró hacia arriba.

           Podía olerles los alientos, los olores mezclados de mucha gente que aspira y aspira el aire que otro hombre necesita para vivir. Se apretaban unos contra otros y aspiraban y aspiraban todo el aire de alrededor de la cara jadeante, hasta que Spallner trató de decirles que retrocedieran, que  estaban  haciéndolo  vivir  en  un vacío. Le sangraba la cabeza. Trató de moverse y notó que a su espina dorsal le había pasado algo malo. No se había dado cuenta en el choque, pero se había lastimado la columna. No se atrevió a moverse.

              No podía hablar. Abrió la boca y no salió nada, sólo un jadeo.

            —Denme una mano —dijo alguien—. Lo daremos vuelta y lo pondremos en una posición más cómoda.

              Spallner sintió que le estallaba el cerebro.

              ¡No! ­¡No me muevan!

              —Lo moveremos —dijo la voz, como casualmente.

              —¡Idiotas, me matarán, no lo hagan!

              Pero Spallner no podía decir nada de esto en voz alta, sólo podía pensarlo.

             Unas manos le tomaron el cuerpo. Empezaron a levantarlo. Spallner gritó y sintió que una náusea lo ahogaba. Lo enderezaron en un paroxismo de agonía.

           Dos hombres. Uno de ellos era delgado, brillante, pálido, despierto, joven. El otro era muy viejo y tenía el labio superior arrugado.

               Spallner había visto esas caras antes.

               Una voz familiar dijo: —¿Está . . .  está muerto?

               Otra voz, una voz memorable, respondió:

               —No, no todavía, pero morirá antes que llegue la ambulancia.
             Toda la escena era muy tonta y disparatada. Como cualquier otro accidente. Spallner chilló histéricamente ante el muro estólido de caras. Estaban todos alrededor, jueces y jurados con rostros que había visto ya una vez.

               En medio del dolor, contó las caras.

            El niño pecoso. El viejo del labio arrugado. La mujer pelirroja, de mejillas pintarrajeadas. Una vieja con una verruga en la mejilla.

            Sé por qué están aquí, pensó Spallner. Están aquí como están en todos los accidentes. Para asegurarse de que vivan los que tienen que vivir y de que mueran los que tienen que morir. Por eso me levantaron. Sabían que eso me mataría. Sabían que seguiría vivo si me dejaban solo.

          Y así ha sido siempre desde el principio de los tiempos, cuando las multitudes se juntaron por vez primera. De ese modo el asesinato es mucho más fácil. La coartada es muy simple; no sabían que es peligroso mover a un herido. No querían hacerle daño.

         Los miró, allá arriba, y sintió la curiosidad que siente un hombre debajo del agua mientras mira a los que pasan por un puente. ¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen y cómo llegan aquí tan pronto? Ustedes son la multitud que se cruza siempre en el camino, gastando el buen aire tan necesario para los pulmones de un moribundo, ocupando el espacio que el hombre necesita para estar acostado, solo. Pisando a las gentes para que se mueran de veras, y no haya ninguna duda. Eso son ustedes, los conozco a todos.

             Era un monólogo cortés. La multitud no dijo nada. Caras. El viejo. La mujer pelirroja.

             —¿De quién es esto? —preguntaron:

             Alguien levantó la valija de mano.

             ¡Es mía! ­Ahí están mis pruebas contra ustedes!

             Ojos, invertidos, encima. Ojos brillantes bajo cabellos cortos o bajo sombreros.

           En algún sitio: una sirena, llegaba la ambulancia. Pero mirando las caras, las facciones, el color, la formas de las caras, Spallner supo que era demasiado tarde.

             Lo leyó en aquellas caras. Ellos sabían. Trató de hablar. Le salieron unas sílabas:

            —Pa . . . parece que me uniré‚ a ustedes . . . Creo . . .que seré‚ un miembro del grupo . . . de ustedes . . .

             Cerró luego los ojos, y esperó al empleado de la policía que vendría verificar la muerte.


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