GERARDO DE LA TORRE
A Petróvich
Armendáriz
La primera víctima, una manicurista de nombre Ana
María, fue hallada al amanecer entre unos matorrales en la esquina de Tajín y
Xola. Había muerto de varias puñaladas en el pecho y el forense determinó que
antes de morir fue violada. Durante las siguientes cinco semanas tres mujeres
más corrieron suerte semejante: violación seguida de apuñalamiento. Las tres
fueron encontradas en territorios de la colonia Narvarte: una en el
estacionamiento abierto del hotel Esperanza, en la calle del mismo nombre; la
segunda a las puertas del teatro 11 de Julio, en la calle Doctor Vértiz; la
última en los prados del parque Las Américas.
Según los dictámenes periciales los hechos ocurrieron
siempre cerca de la medianoche. Desde el primer hallazgo las autoridades
intensificaron la vigilancia nocturna y comenzaron a interrogar a los vecinos,
sin obtener datos significativos. En todos los casos se trataba de mujeres de
vida solitaria, solteras de treinta a treinta y ocho años de edad, sin amores
ni odios reconocidos. Un mínimo detalle que las vinculaba, era que todas
acostumbraban salir a caminar por las noches.
Desde que se divulgó la muerte de Ana María, Celina
González empezó a coleccionar los recortes periodísticos que aludían al
violador de Narvarte y sus víctimas. Ella, como las muertas, era narvarteña,
soltera y solitaria, y sólo se diferenciaba en la edad. Tengo poco más de
cuarenta, confesaba, pero cuidándose de aclarar que esos poco más eran seis; a
decir verdad, casi siete.
Era Celina, lo fue desde siempre, mujer condenada a la
tristeza y la desventura. Flaca y sin gracia, desde niña sufrió el rechazo de
los varones. No solamente por su clara fealdad sino porque su fealdad era
paradigmática: descuadrado el rostro, gruesa y remangada la nariz, como de
simio, turbios los ojos, picada por la viruela la epidermis cenicienta, los
labios magros y agrietados, secos los pechos, desnalgada, piernecitas de garza.
Fea sin remedio la desdichada, más fea que el pecado sin penitencia.
Tan desalentadoras características impidieron que
tuviera novios, o siquiera pretendientes, en la escuela primaria y en la
secundaria. Después de cumplir los quince, que le festejaron con un viaje de
dos días a Guanajuato, tuvo la suerte de hallar trabajo en una panadería. A los
diecinueve, su padre le consiguió empleo en la burocracia, de modo que en los
días del violador le faltaba un par de años para jubilarse. Pero de novios o
amantes, nada, nunca. Y ahora, rebasados sus mejores años —ilegítima expresión,
pues no hubo en esos años un mes o un día feliz, ajeno a la amargura—, había
renunciado a toda esperanza de trato carnal.
Cada noche se sentaba Celina a hojear el cuaderno en
el que había pegado los recortes. Repasando sin tregua los pormenores,
lamentaba el destino de aquellas mujeres y a la vez, al principio de forma
inconsciente, lo envidiaba. De una parte colocaba la muerte brutal a que fueron
sometidas y de la otra el acto no menos atroz —y sin embargo para ella
aceptable, codiciado— de reducirlas y penetrarlas. Y de aquellas lecturas
repetidas le fue naciendo la idea de ofrendarse al martirio a cambio de obtener
esa vez única, por fuerza irrepetible, lo que la vida le había negado. Y la
idea devino obsesión y la obsesión la arrojó a la aventura de fatigar, noctámbula,
las calles de Narvarte.
Vivía Celina en la calle de Mitla, a dos pasos de la
avenida Universidad, no lejos de los escenarios de violación y muerte. Ese mes
de diciembre, el último de su existencia, noche a noche pasaba horas enteras
frente al espejo maquillándose y al filo de las doce, ataviada con un vestido
largo y llamativo, siempre el mismo, que no lograba disimular del todo sus
carencias, se echaba a andar por las más abandonados y tenebrosos sitios de la
colonia.
Un día tomaba la calle Cumbres de Acultzingo, seguía
por Monte Albán, Tepozteco, la arbolada glorieta llamada Manuel Crescencio
Rejón, Cumbres de Maltrata, Xochicalco, Esperanza, el parque Las Américas. Y de
vuelta.
Otro caminaba por Xola, Doctor Vértiz, la diagonal San
Antonio, Yácatas, la calle de la
Morena, penetraba en Petén, en Icacos, rodeaba la sórdida
Unidad Habitacional Esperanza. Y nada.
A veces, por avenida Universidad bajaba a Casas
Grandes, seguía por Caleta, Zempoala, Obrero Mundial, daba vuelta a la
izquierda en Uxmal. Y aquí se dio el encuentro con la fatalidad. Ocurrió un
domingo 28 de diciembre, Día de los Inocentes según el santoral. Pero no había
inocencia ni en el acecho del desconocido ni en la afanosa obcecación de
Celina.
Caminando por Uxmal en dirección sur, cruzó la calle
de la Esperanza
faltando diez minutos para la medianoche. Cincuenta metros adelante, antes de
llegar al mercado, dobló en una calle cerrada, se internó en aquel callejón
tétrico. Intempestivamente una mano poderosa asió su cabellera, un golpe en la
nuca la derribó. Fue arrastrada diez pasos, introducida en un portal apenas
iluminado. Palpitante, temblorosa, estremecida por sensaciones de gozo y de
temor, logró distinguir los rasgos pétreos del hombre que mantenía en lo alto
una daga amenazante. Ese hombre, su hombre, primero y único, examinó el
pintarrajeado rostro, el cuerpo escuálido. Al final desplegó los labios, mostró
la dentadura.
Respondió Celina con una dulce sonrisa. Ya no temía.
—¿Sabes? —dijo entonces el hombre—. A ti nada más te
voy a matar.
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