12 de septiembre de 2014

NOCTÁMBULA

GERARDO DE LA TORRE
A Petróvich Armendáriz

La primera víctima, una manicurista de nombre Ana María, fue hallada al amanecer entre unos matorrales en la esquina de Tajín y Xola. Había muerto de varias puñaladas en el pecho y el forense determinó que antes de morir fue violada. Durante las siguientes cinco semanas tres mujeres más corrieron suerte semejante: violación seguida de apuñalamiento. Las tres fueron encontradas en territorios de la colonia Narvarte: una en el estacionamiento abierto del hotel Esperanza, en la calle del mismo nombre; la segunda a las puertas del teatro 11 de Julio, en la calle Doctor Vértiz; la última en los prados del parque Las Américas.

Según los dictámenes periciales los hechos ocurrieron siempre cerca de la medianoche. Desde el primer hallazgo las autoridades intensificaron la vigilancia nocturna y comenzaron a interrogar a los vecinos, sin obtener datos significativos. En todos los casos se trataba de mujeres de vida solitaria, solteras de treinta a treinta y ocho años de edad, sin amores ni odios reconocidos. Un mínimo detalle que las vinculaba, era que todas acostumbraban salir a caminar por las noches.

Desde que se divulgó la muerte de Ana María, Celina González empezó a coleccionar los recortes periodísticos que aludían al violador de Narvarte y sus víctimas. Ella, como las muertas, era narvarteña, soltera y solitaria, y sólo se diferenciaba en la edad. Tengo poco más de cuarenta, confesaba, pero cuidándose de aclarar que esos poco más eran seis; a decir verdad, casi siete.

Era Celina, lo fue desde siempre, mujer condenada a la tristeza y la desventura. Flaca y sin gracia, desde niña sufrió el rechazo de los varones. No solamente por su clara fealdad sino porque su fealdad era paradigmática: descuadrado el rostro, gruesa y remangada la nariz, como de simio, turbios los ojos, picada por la viruela la epidermis cenicienta, los labios magros y agrietados, secos los pechos, desnalgada, piernecitas de garza. Fea sin remedio la desdichada, más fea que el pecado sin penitencia.

Tan desalentadoras características impidieron que tuviera novios, o siquiera pretendientes, en la escuela primaria y en la secundaria. Después de cumplir los quince, que le festejaron con un viaje de dos días a Guanajuato, tuvo la suerte de hallar trabajo en una panadería. A los diecinueve, su padre le consiguió empleo en la burocracia, de modo que en los días del violador le faltaba un par de años para jubilarse. Pero de novios o amantes, nada, nunca. Y ahora, rebasados sus mejores años —ilegítima expresión, pues no hubo en esos años un mes o un día feliz, ajeno a la amargura—, había renunciado a toda esperanza de trato carnal.

Cada noche se sentaba Celina a hojear el cuaderno en el que había pegado los recortes. Repasando sin tregua los pormenores, lamentaba el destino de aquellas mujeres y a la vez, al principio de forma inconsciente, lo envidiaba. De una parte colocaba la muerte brutal a que fueron sometidas y de la otra el acto no menos atroz —y sin embargo para ella aceptable, codiciado— de reducirlas y penetrarlas. Y de aquellas lecturas repetidas le fue naciendo la idea de ofrendarse al martirio a cambio de obtener esa vez única, por fuerza irrepetible, lo que la vida le había negado. Y la idea devino obsesión y la obsesión la arrojó a la aventura de fatigar, noctámbula, las calles de Narvarte.

Vivía Celina en la calle de Mitla, a dos pasos de la avenida Universidad, no lejos de los escenarios de violación y muerte. Ese mes de diciembre, el último de su existencia, noche a noche pasaba horas enteras frente al espejo maquillándose y al filo de las doce, ataviada con un vestido largo y llamativo, siempre el mismo, que no lograba disimular del todo sus carencias, se echaba a andar por las más abandonados y tenebrosos sitios de la colonia.

Un día tomaba la calle Cumbres de Acultzingo, seguía por Monte Albán, Tepozteco, la arbolada glorieta llamada Manuel Crescencio Rejón, Cumbres de Maltrata, Xochicalco, Esperanza, el parque Las Américas. Y de vuelta.

Otro caminaba por Xola, Doctor Vértiz, la diagonal San Antonio, Yácatas, la calle de la Morena, penetraba en Petén, en Icacos, rodeaba la sórdida Unidad Habitacional Esperanza. Y nada.

A veces, por avenida Universidad bajaba a Casas Grandes, seguía por Caleta, Zempoala, Obrero Mundial, daba vuelta a la izquierda en Uxmal. Y aquí se dio el encuentro con la fatalidad. Ocurrió un domingo 28 de diciembre, Día de los Inocentes según el santoral. Pero no había inocencia ni en el acecho del desconocido ni en la afanosa obcecación de Celina.

Caminando por Uxmal en dirección sur, cruzó la calle de la Esperanza faltando diez minutos para la medianoche. Cincuenta metros adelante, antes de llegar al mercado, dobló en una calle cerrada, se internó en aquel callejón tétrico. Intempestivamente una mano poderosa asió su cabellera, un golpe en la nuca la derribó. Fue arrastrada diez pasos, introducida en un portal apenas iluminado. Palpitante, temblorosa, estremecida por sensaciones de gozo y de temor, logró distinguir los rasgos pétreos del hombre que mantenía en lo alto una daga amenazante. Ese hombre, su hombre, primero y único, examinó el pintarrajeado rostro, el cuerpo escuálido. Al final desplegó los labios, mostró la dentadura.

Respondió Celina con una dulce sonrisa. Ya no temía.
—¿Sabes? —dijo entonces el hombre—. A ti nada más te voy a matar.


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