22 de julio de 2014

UN HOMBRE SIMPLE


Todo comenzó aquel viernes por la tarde, tras la colina se escondía el sol y la noche reclamaba su lugar. Es bajo aquella oscuridad cuando los hombres comunes como yo suelen cometer uno o quizá dos asesinatos.

Siempre fui muy discreto, del tipo que se difumina con facilidad en la sociedad. Un trabajo común atendiendo la ferretería que perteneció a mi padre. Vestimenta casual, nada extravagante: un par de pantalones marrón, un suéter de lana con pequeños rombos rojos, abundante fijador de cabello para que todo se mantuviese en orden. Aquello era mi mejor cualidad, orden.

Amigos… nunca tuve muchos amigos, a decir verdad, no recuerdo el nombre de ninguno. Mi confidente, amiga y probablemente la única mujer que amé fue mi madre. Cuando era niño ella solía contarme historias de terror. Es curioso, pero siempre consideré que, los villanos de novela solían ser los más normales. Hacían lo que su naturaleza les obligaba hacer, a su manera eran libres, aunque las historias se empecinaban en nombrarlos creaturas condenadas.

Mi madre, una mujer recatada y de alta moral religiosa, solía decir: 
—Pon atención en las historias que te cuento, en ellas se muestra el pecado de la humanidad. Sólo Dios tiene el poder de juzgar al hombre —Hoy, que se cumple un año de la muerte de mi madre, recuerdo aquellas palabras. Yo no asesinó porque sea malo y tampoco lo hago porque sea bueno, no me corresponde a mí juzgarlo, yo asesinó porque es mi naturaleza.

Aquella tarde una pareja entró a la ferretería, ambos eran atractivos y sonrientes, con facha de personas felices a las que nada les puede alterar. La joven cargaba entre los brazos a un niño, no mayor de un año.

—¿Les puedo ayudar en algo? —pregunté.

—Sólo buscamos un par de clavos y unos cuantos metros de alambre esmaltado.

Enseguida les entregaría lo que me pedían. Entré a la bodega y después de unos minutos llamé al joven para que me ayudara a bajar el royo de alambre, un joven muy atento, pues no lo pensó dos veces antes de entrar a la bodega. Recorrió los pequeños pasillos buscándome. Caminé sigiloso en dirección a su espalda y con un rápido movimiento, pasé sobre su cabeza un trozo de alambre que sostenía entre mis manos. Lo coloqué en aquella patética sonrisa y con toda mi fuerza lo jalé. La sangre brotaba de sus comisuras, los dientes comenzaron a crujir, sus ojos parecían estallar. Oh… que placer sentí en aquel momento. No tardó en perder el sentido y yo no tardé en enrollar el alambre esmaltado alrededor de su cuello para que jamás despertara. Un segundo después, la mujer preguntó: 

—¿Se encuentran bien…? ¿Necesitan ayuda? —Le respondí que nos vendría bien una mano. 

Ella entró a la bodega y al igual que su novio, nos buscó por entre los pasillos. Era el turno de los clavos; aquello sería más difícil. Tomé dos largos clavos de concreto —nunca especificaron de cuales querían— con uno en cada mano, me acerqué a la joven y con un preciso y hermoso movimiento, los incrusté en sus sienes. La mujer dejó escapar un grito casi inaudible y cayó. El pequeño cayó junto con ella; pero a él, a él no le haría nada, aquel niño es el motivo de mi historia. Él es la razón por la cual me convertí en padre.

Perdonen que no cuente los detalles de cómo logré deshacerme de los cuerpos, pero alguien llama a la puerta de la ferretería.

Arian Galeer

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