17 de julio de 2014

HERMANO


Cuando era niño me fascinaban las películas de terror, pero no me dejaban dormir después. Zombis, fantasmas y monstruos me causaban irresistible fascinación al mismo tiempo que un miedo paralizante. De noche, cuando el sol abandonaba el cielo, las tareas más simples: ir al baño, tomar agua en la cocina o aplacar un apetito repentino, se transformaban en auténticas odiseas. Avanzaba por la casa encendiendo todas las luces en mi camino, efímeros puentes de luz porque, de regreso, debía ir apagándolo todo. Estaba seguro de que apenas bajara el interruptor de cualquier habitación, una mano velluda y pegajosa de sangre fresca, me arrastraría a la negrura para nunca más volver. Iba apagando luces y corría hasta llegar a mi cama para esconderme entre las cobijas. Tampoco hay gran consuelo debajo de las mantas; si un niño indefenso es capaz de levantarlas y enrollarse en ellas cada noche, una criatura indescriptible podía arrancarlas sin problemas.

     Mucho tiempo viví con miedo de esos horrores invisibles, hasta que una noche se volvieron físicos, reales. Como era costumbre, el sueño no llegaba. La puerta del enorme clóset que estaba en el cuarto ocupado por mi hermano mayor y yo se abrió con exasperante lentitud, rechinando, gimiendo. Aún ahora lo afirmo: esa puerta estaba viva. Tal vez los monstruos que, como todo niño sabe, viven en el armario encontraban divertido atormentarme, y se tomaron su tiempo para salir. La puerta se detuvo cuando topó con la ropa colgada de un improvisado perchero que estaba detrás. Adentro, la oscuridad se removía, como si algo más negro todavía que su entorno cobrara vida. Un vástago espantoso nacido de las sombras.

     Me asusté como pocas veces hasta esa noche. Abrí tanto los ojos que, cuando todo terminó los músculos que los gobiernan me dolían. Apreté mucho los dientes pero aún así pude emitir un quejido bajo y agudo. Aferré el borde de mi edredón y con rapidez lo subí hasta cubrir mis ojos que no parpadeaban. Tenía miedo de que tras bajar y subir los párpados el monstruo del clóset tendría su nariz pegada a mi rostro, despidiendo su aliento apestoso a niño atorado descompuesto entre los dientes. Sonreiría antes de usar sus garras y dientes para abrir mi cuerpo y devorarlo.

     Mi hermano despertó y me preguntó qué pasaba. Yo no podía hablar. Su mirada siguió la mía y entendió. No te preocupes, me dijo. Se levantó y caminó lento pero confiado hacia el armario. Seguro se moría de miedo, igual que yo, pero no lo demostraba, al contrario. Tomó un bate de béisbol que teníamos apoyado en la pared y, blandiéndolo como un profesional, se acercó al armario y encendió la luz.

     Yo cerré por fin los ojos y me escondí. Escuché a mi hermano golpear repetidamente algo con su bate mágico. ¡Toma! ¡Toma!, gritaba con fuerza.

     Un silencio horrible anunció el final de la pelea. Seguí sin querer mirar porque estaba seguro de que vería a mi hermano muerto, y al ente dándose un festín con sus restos.

     Creo que empecé a dejar de temer a la oscuridad cuando vi a mi hermano regresar a su lugar aquel poderoso bate que, seguro, debía estar cubierto de sangre de monstruo.





No hay comentarios:

Publicar un comentario