Cuando era niño me
fascinaban las películas de terror, pero no me dejaban dormir después. Zombis, fantasmas
y monstruos me causaban irresistible fascinación al mismo tiempo que un miedo
paralizante. De noche, cuando el sol abandonaba el cielo, las tareas más
simples: ir al baño, tomar agua en la cocina o aplacar un apetito repentino, se
transformaban en auténticas odiseas. Avanzaba por la casa encendiendo todas las
luces en mi camino, efímeros puentes de luz porque, de regreso, debía ir apagándolo
todo. Estaba seguro de que apenas bajara el interruptor de cualquier
habitación, una mano velluda y pegajosa de sangre fresca, me arrastraría a la
negrura para nunca más volver. Iba apagando luces y corría hasta llegar a mi
cama para esconderme entre las cobijas. Tampoco hay gran consuelo debajo de las
mantas; si un niño indefenso es capaz de levantarlas y enrollarse en ellas cada
noche, una criatura indescriptible podía arrancarlas sin problemas.
Mucho tiempo viví
con miedo de esos horrores invisibles, hasta que una noche se volvieron
físicos, reales. Como era costumbre, el sueño no llegaba. La puerta del enorme
clóset que estaba en el cuarto ocupado por mi hermano mayor y yo se abrió con
exasperante lentitud, rechinando, gimiendo. Aún ahora lo afirmo: esa puerta
estaba viva. Tal vez los monstruos que, como todo niño sabe, viven
en el armario encontraban divertido
atormentarme, y se tomaron su tiempo para salir. La puerta se detuvo cuando
topó con la ropa colgada de un improvisado perchero que estaba detrás. Adentro, la
oscuridad se removía, como si algo más negro todavía que su entorno cobrara
vida. Un vástago
espantoso nacido de las sombras.
Me asusté como
pocas veces hasta esa noche. Abrí tanto los ojos que, cuando todo terminó los músculos que
los gobiernan me dolían. Apreté mucho los dientes pero aún así pude emitir un
quejido bajo y agudo. Aferré el borde de mi edredón y con rapidez lo subí hasta
cubrir mis ojos que no parpadeaban. Tenía miedo de que tras bajar y subir los
párpados el monstruo del clóset tendría su nariz pegada a mi rostro,
despidiendo su aliento apestoso a niño atorado descompuesto entre los dientes. Sonreiría
antes de usar sus garras y dientes para abrir mi cuerpo y devorarlo.
Mi hermano
despertó y me preguntó qué pasaba. Yo no podía hablar. Su mirada siguió la mía
y entendió. No te preocupes, me dijo. Se levantó y caminó lento pero confiado
hacia el armario. Seguro se moría de miedo, igual que yo, pero no lo
demostraba, al contrario. Tomó un bate de béisbol que teníamos apoyado en la
pared y, blandiéndolo como un profesional, se acercó al armario y encendió la
luz.
Yo cerré por
fin los ojos y me escondí. Escuché a mi hermano golpear repetidamente algo con
su bate mágico. ¡Toma! ¡Toma!, gritaba con fuerza.
Un silencio
horrible anunció el final de la pelea. Seguí sin querer mirar porque estaba
seguro de que vería a mi hermano muerto, y al ente dándose un festín con sus
restos.
Creo que empecé
a dejar de temer a la oscuridad cuando vi a mi hermano regresar a su lugar
aquel poderoso bate que, seguro, debía estar cubierto de sangre de monstruo.
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